Profesora • Comunicadora

“Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar: una imagen de la literatura y del lector

La creación artística fija de una vez y para siempre su huella en la obra, pero, aunque su mensaje perdure en el tiempo, este no será nunca único e irrevocable. Los signos gráficos de la escritura, cuando se combinan con arte, adquieren dimensiones insospechadas en el desciframiento último de cada lector. El misterio se halla, en el caso de autores de lo fantástico, en el instante del pasaje –que Cortázar señaló como una suerte de ósmosis o succión– cuando el lector siente que su realidad circundante se desdibuja, porque ya está arrojado a aquella otra ribera, mucho más excitante y febril: la isla, la cabaña del monte, el jardín de los senderos, la pecera de los axolotl…

Ese poder hipnótico de la literatura que nos posibilita el acceso a lo otro está en función también de desatar, en quien lee, el desdoblamiento y permitirle vivir, en forma vicaria, otras existencias. Pero la aclimatación del lector en territorios ficcionales solo es factible en aquellas obras cuyos escritores logran suspender su incredulidad –nos dirá Coleridge– y fortificar, al mismo tiempo, la adhesión plena de quien ya es su habitante. Solo así las ficciones se cargan de vitalidad y cumplen su doble misión: evasiva, al brindar un mundo sustitutivo donde poder refugiarse y ser otro, e “insertiva”, al venir a modificarnos el propio con nuevos criterios y valoraciones.

Sea este un buen pórtico para acercarnos a uno de los cuentos más breves de Julio Cortázar, “Continuidad de los parques”, el que abre Final de juego (1956), pero no por ello menos significativo donde la densidad simbólica parece crecer en medio de la compresión lingüística.

Lo primero que nos llama la atención es el título: “Continuidad de los parques”. La imagen titular se refiere a parques sin solución de continuidad que se suceden en el espacio sin fin, sin cercos. Pero ¿cuáles son los parques continuos que se irán extendiendo por todo el relato con diferentes significaciones? Para saberlo tendremos que adentrarnos primero en el meollo del texto. Por eso, vayamos por partes.

Iniciamos la lectura y nos encontramos con un narrador omnisciente que abre el relato in medias res, es decir, en la mitad del acontecer para referir la experiencia lectiva del protagonista, un hombre de negocios, ocupado en los avatares de la vida contemporánea, que busca refugio en su finca de fin de semana para poder terminar de leer los últimos capítulos de la novela que había comenzado unos días antes.

Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiere molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.

Inmediatamente, nos sentimos identificados por el acto de leer porque, como diría Borges, todo aquel que realiza la misma acción es el mismo ser. ¿Cómo podríamos, basándonos en el texto, describir –describirnos– a este lector?

Sin duda, decimos, representa al lector ideal, modelo susceptible de ser imitado, ya que prepara toda una situación propicia, una casi ceremonia litúrgica para consagrarse a la lectura: espera el fin de semana con ansiedad, busca un lugar apartado, tiene cerca los cigarrillos, el vaso, se sienta de espaldas a la puerta en su cómodo sillón, tiene el parque delante de sus ojos… ¿Cuál es la razón de tanto esmero? Sin duda, la posibilidad de mantener un contacto sostenido con el texto y de tratar de impedir las posibles irrupciones en el mundo de la ficción. En otras palabras, no quiere que la vida, con sus matices divergentes, se inmiscuya en la literatura. No sospecha, ni remotamente, que la ficción le tiene preparada una trampa, porque, como luego veremos, la ironía trágica que plantea este texto se basa en la reversión de su deseo, esto es, en la burla que la ficción le juega al ser esta la que irrumpa por la puerta de atrás para metérsele en la vida.

Pero sigamos leyendo para delimitar mejor el perfil de este lector:

Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.

La lectura concentrada hace que poco a poco se desprenda de la realidad que lo circunda y está a punto de dar el salto o, más precisamente, dejarse succionar por la trama novelesca. Un vaivén casi cinematográfico de nitidez y nebulosa delimita las dos realidades en pugna.

Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.

Las palabras tironean de él, lo absorben, lo arrastran, y él las deja hacer, no reacciona a tiempo –¿lector-hembra, acaso?– y pasa por la membrana sutil en una suerte de ósmosis para “ser testigo” (ya está adentro, arrojado del otro lado) “del último encuentro en la cabaña del monte”. De un manotazo desaparecen libro, salón, sillón de terciopelo verde… porque no dice leyó, sino “fue testigo” y el que puede dar testimonio de algo es porque está comprometido con la situación que se vive.

Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.

A partir de este momento, de este “ahora” compartido con la pareja, se esfuma el lector de la novela, ¡el protagonista de nuestra lectura! y el cuento se entremezcla con la trama novelesca en un curioso malabar de situaciones concéntricas donde el microcosmos, el cuento, contiene al macrocosmos, la novela. Pero ¿pertenecemos a la misma categoría de lectores?, ¿dónde nos ubicamos nosotros en todas estas realidades envolventes?

Según explica Gerard Genette, todos somos lectores heterodiegéticos porque estamos fuera de la diégesis o historia que se cuenta. Sería imposible pensar que algún lector pudiera romper el marco que delimita la realidad de la vida para pasar a convivir con los caracteres de ficción; si esto ocurriera, ese lector se convertiría en un elemento homodiegético del relato.

Si nosotros como lectores del cuento de Cortázar nos encontramos fuera de la diégesis, entonces habitamos la “realidad 0”; cuando nos sumergimos en el mundo del protagonista-lector de la novela, reconocemos que esa realidad es otra y la denominamos “realidad 1” por pertenecer al primer nivel de ficción. Sin embargo, también somos testigos de las escenas de la cabaña del monte, realidad ficcional de segundo grado: “realidad 2”. ¿Por qué es inquietante este planteo? Porque nuestro personaje rompió el cerco inquebrantable al traspasar la inmanencia del texto y dejó el pasaje libre para otras posibles infiltraciones. El círculo dialógico donde la vida sale de la ficción y al mismo tiempo la ficción entra en la vida del personaje, irá avanzando como un cauce creciente a lo largo del texto. De ahí que no nos resulta tan descabellado, aunque sí fantástico por la ausencia de explicación lógica, que un personaje del segundo nivel de ficción, el amante, traspase la barrera que ha dejado abierta nuestro protagonista, y la realidad 2 desborde en la realidad 1.

Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre leyendo una novela.

Y es justamente en esa bisagra donde los parques se unen y continúan, porque se ha derribado el cerco y se han emparejado los niveles de ficción. El parque de los robles, separado por el cristal de la ventana del salón, es el mismo parque que atraviesa el amante en busca de la víctima.

Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.

Y aquí está el guiño de Cortázar, porque el protagonista no sabrá nunca qué resorte se desajustó del mecanismo y no alcanzará siquiera a reaccionar ante la agresión que se le avecina. Pero nosotros, identificados por el acto, fuera de la diégesis pero participando como testigos de la escena, comprendemos lo que significa ser un lector de literatura y mucho más si esta es fantástica con su consabida vocación por desbordar.

Las “dos puertas en lo alto”, la “puerta” del salón, “la luz de los ventanales” darán paso al “puñal” que quebrará para siempre la línea fronteriza entre la vida y la ficción en pos de establecer una “continuidad”.

Por eso, no sería raro que luego de leer este cuento busquemos verificar, con una rápida y nerviosa mirada, si nuestro marco permanece aún intacto.

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