Profesora • Comunicadora

El fragmento y la totalidad

…en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa, y así el rey ordenó que lo arrojaran al mar para que los hombres no se olvidasen del universo.

“El zahir”, pieza que pertenece a El Aleph (1949), de Jorge Luis Borges y que tiene estrecha relación con el último cuento de la serie denominado igual que el libro, presenta el problema de la visión reductiva de la realidad, del “perspectivismo” excesivo, de la parte tomada por el todo. La percepción del fragmento así concebida tiende a inmovilizarse y a existir como propuesta de sustitución y aniquilamiento del mundo. Si el aleph posibilita la fantástica contemplación del “inconcebible universo” en un instante único e inefable, el zahir es capaz de convertirse en el pensamiento obsesivo que corroe hasta el insomnio y el delirio. Por un lado, la visión aléphica permite la creación poética en el grado sumo de la perfección, pero por otro, la realidad pertinaz e insomne del zahir atenta contra todo acto artístico, impide el fluir de los símbolos oníricos, esto es: soñar, imaginar, crear... Entonces, la poesía ya no es posible porque entre el creador y el universo se ha interpolado un zahir.

Sabemos que el ejercicio del arte sanea de tensiones obsesivas, alivia pesares y conduce a la sublimación catártica a todo aquel que ha sufrido la parcialización de su persona por la contaminación de un zahir. Estar preso en un zahir es padecer el insomnio esterilizador, es privarse de la visión total del infinito, es no percibir la unidad en un rostro, una acción, una obra, un organismo... Perderse en el fragmento significa la absolutidad del instante para hacer de cada perspectiva, de cada suceso singular, un dogma fijo. Significa también aliarse con el caos que reina cuando desaparece la voluntad de la forma, la necesidad de cosmos con su propuesta de flujo continuo, no dividido, de todo armónico, nunca estático ni acabado, sino en proceso de constante movimiento y desarrollo.

Ante el recuerdo de la contemplación del aleph, Borges narrador dirá que nada se multiplicaba, que toda cosa era única pero infinita “porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo”. Lo que se multiplica, pues, son los puntos de vista y no las cosas, la visión se hace universal y sincrónica. Esta experiencia de plenitud, esta contemplación multifacética de lo real, solo puede manifestarse en el microcosmos de un texto poético, el no-lugar del lenguaje, el lugar inexistente pero real de la poesía. Así toda búsqueda aléphica nos induce a perfeccionar y a reinventar el lenguaje capaz de contener la riqueza múltiple del universo con todos sus significados, opuestos y contradicciones. De ahí que renunciar a esta vivencia de totalidad para refugiarse en la parte es optar por la vaciedad, el nihilismo, la falta de sentido.

​La despoetización del mundo, la cosificación del espíritu, la “robotización del hombre” en nuestra época conforman algunos ejemplos acabados de esta renuncia. Sin embargo, el poeta, ese salvaje de la sociedad civilizada como lo llamó Claudel, recupera para nuestros tiempos enfermos de parcialidad esa capacidad de pensar en imágenes, en símbolos, de construir analogías entre conjuntos dispares y de integrar los distintos planos de la realidad en un todo organizado.

Restaurar la visión aléphica ante el imperio del fragmento es uno de los desafíos a los que están llamados los hacedores de la cultura contemporánea capaces de construir una nueva iluminación de la totalidad, un orden perdurable y, en términos metafísicos, una inédita manifestación del Ser.

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