Profesora • Comunicadora

El descenso a los infiernos

     Por mí se va a la ciudad doliente
     por mí se va hacia el eterno dolor
     por mí se va tras la gente perdida.

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     La justicia movió a mi Hacedor
     hízome la Divina Potestad,
     El saber sumo y el primer amor.
     Antes de mí no hubo nada creado
     sino lo eterno, y duro eternamente.
     “Dejad toda esperanza los que entráis”

(DANTE, Divina Comedia, Canto III)

Así comienza para el poeta florentino el descenso a los infiernos, el viaje subterráneo hacia el mundo de las tinieblas, lleno de miserias y horrores. Sabemos que la función de Beatriz, la mujer amada, alta e inaccesible a la que hay que alcanzar es fundamental en el poema. Ella es la portadora de la verdad, objeto último del conocimiento. El camino que se recorre para llegar a su presencia coincide con el que se hace para conocer los misterios de la creación. De ahí que el hombre enamorado ha de descender a lo más bajo, aceptar la humillación, reconocer los límites de su naturaleza mortal para acceder a la verdad, al conocimiento de sí mismo y del universo: la luz de la sabiduría.

Sin duda, Dante teme ante la osadía de atravesar las puertas del Infierno; sabe, no solo por la inscripción lapidaria, sino por su condición de católico, que quienes traspasan la frontera se verán para siempre privados de la contemplación de Dios. Un condenado es una criatura total y definitivamente separada de la protección divina. Por eso, su esencia de hombre creyente profundiza el sentido de esas palabras para comprender cuánto contiene de horroroso y desesperante la condenación. En efecto, si a él lo mueve la acción esperanzada de llegar al ideal, al Amor con mayúsculas que simboliza Beatriz, sabe cuán penoso resulta el mandato: “Dejad toda esperanza los que entráis”. En su omnipotente sabiduría, el Soberano Señor ha dispuesto que sea dada su gracia únicamente en esta vida para recompensar a aquellos que viven cristianamente: tiempo de prueba, porque en el otro mundo no hay oportunidad de gracia ni de prueba: es el tiempo del castigo eterno para los que, rechazándola, habrán vivido y muerto en el pecado. Y como sin gracia no hay arrepentimiento, tampoco habrá conversión ni perdón, y por lo tanto, no puede existir atenuación ni término de la pena. Por eso, lo que oye el poeta florentino al iniciar su derrotero, no son más que gritos de sufrimiento y desesperación. Gritos que no imploran perdón porque los condenados solo piensan en sí mismos y en el alivio del dolor; detestan el castigo, no la falta.

​Allí están reunidas la ciudad de Dios y la de Satanás, pero es irrevocablemente imposible pasar de una a la otra. La voluntad de los réprobos está como petrificada en el pecado, en el mal de la muerte sobrenatural. La falta, ya para siempre asociada al pecador, hace que este viva en una perversidad permanente. De la misma manera el castigo será inmutable y eterno.

Al respecto, Dante, fiel a su doctrina, no participa del error —sostenido por algunos de su tiempo— de suponer que la existencia misma del Infierno es contraria a la Justicia divina, y la inmensidad del castigo, opuesta a la inmensidad de la misericordia. Antes bien dice claramente que el Infierno fue hecho por “la divina Potestad, el saber sumo y el primer amor”, es decir, la Beatífica Trinidad, cifra de potencia (Padre), sabiduría (Hijo) y amor (Espíritu Santo).

Sin embargo, su piedad ante los que sufren se agiganta a medida que transcurre el viaje y los terrores se acrecientan. Es la misma piedad que se transforma en admiración cuando de los labios de Virgilio oye que no entrará en el Cielo; de súbito le dice maestro y señor, ya para demostrar que esa confidencia no disminuye su respeto, ya porque, al saberlo perdido, aumenta su amor.

No sabemos qué visiones ultraterrenas nos aguardan después del último día. Seguramente no serán, según Paul Claudel, los nueve círculos infernales, las terrazas del Purgatorio o los cielos concéntricos, como los imaginó Dante. Este último, sin duda, habría coincidido con aquel; mas ideó la topografía del más allá como necesaria alegoría exigida por la escolástica y por el plan de su poema.

Influido por los principios cósmicos de Ptolomeo y la teología cristiana, Dante describe “el inconcebible universo” y nos revela los arcanos de las zonas infernales. Pero no lo hace con la precisión razonadora de un teólogo o de un filósofo, sino como solo saben expresarlo los grandes poetas, a través de imágenes visionarias destinadas a develar los profundos misterios de la vida. De ahí la trascendencia de su obra, de ahí el mito que se entretejió a su alrededor, cuando, al verlo pasar por las calles de Ravena, sombrío y silencioso, los italianos comentaban en secreto, con sagrado recelo y sin tapujos: “Allí va el que estuvo en el Infierno”.

En última instancia, Dante tradujo las ideas y las creencias de su época, los prejuicios religiosos y las aberraciones de sus contemporáneos. Para lograrlo tuvo que penetrar, a través de su prodigiosa intuición creadora, en otro infierno: en la conciencia y hasta en la inconsciencia de quienes solo presentían una realidad de manera más o menos imprecisa. Solo él pudo rescatarla con increíble lucidez, solo él pudo ser, desde entonces y para siempre, el intérprete de nuestras confusas angustias y esperanzas.

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